20/02/2019
Decía
Joaquín Sabina en uno de sus sonetos que
“su infancia era un cuartel, una campana y el babi de los padres salesianos y el rosario ocho lunes por semana y los sábados otra de romanos”. Pues bien, yo vengo de esa España de la
transición, de esa generación de babies, de crucifijos de hierro y de cambio de cuadros: el de Franco por el del Rey Juan Carlos.
Nadie diría que aquello era perfecto, algunas bofetadas se perdían en las mejillas de algún alumno, se cantaban avemarías en los patios y, desde luego, había muchas cosas por resolver. Yo más bien diría, mucha
lucha por delante para ganarnos la vida de modo más justo y honesto.
A menudo suelo comentar en las tertulias con mis amigos que no cambiaría nunca mi infancia por la de mi hijo. Y lo digo plenamente convencido en que cierta
racionalidad y principios fundamentales regían mi vida mientras me lanzaba calle abajo con un monopatín y no con un móvil en el bolsillo. Pero esa es otra cuestión.
Lo cierto es que hoy, en 2019, tras 40 años de Constitución,
Pedro Sánchez no ha conseguido sacar adelante sus
Presupuestos Generales del Estado. Y es que, a ojo avizor que no exigía grandes dosis de imaginación, se le presentaba una legislatura complicada, extremadamente complicada ya que su toma de decisiones estaría maniatada por aquellos que ahora le dejan en la estacada.
España está confrontada y la gente parece olvidar con facilidad que muchas batallas se ganaron para conseguir esa dignidad y respeto que nos acercara a una
sociedad más justa, equitativa y solidaria.
Claro que las cosas cambian y aunque el poder es siempre como ese anillo que refulge una atracción siniestra hacia su sillón, una vez en él, aquellos que libraron la lucha de los
derechos laborales y libertades sociales terminaron yéndose por puertas giratorias y el país también giró, entrando en un declive procesado por los alquimistas del poder y en una decadencia política que llenó a chorros las cuentas de supuestas figuras honorables al servicio de la ciudadanía.
La mentira y la descalificación al adversario se han convertido en un ejercicio permanente de actuación y no de hacer política. Porque eso no es hacer política, sino un ardid de la política que menoscaba la esencia fundamental entre las fuerzas:
el diálogo y el respeto hacia el que no piensa como tú.
Ahora se habla de derecha trifálica y nuestro presidente se golpea el pecho diciendo que ha cambiado más nuestro país en esta breve legislatura, 8 meses, que en las dos anteriores. A golpe de decreto ley, 25 lo contemplan.
Este gobierno progresista tenía las manos atadas desde el principio. Los partidos independentistas, PNV, etc. exigirían su tributo.
La política es como una larga autopista y muchos socios en el equipaje te hacen pagar el peaje.
Y en todo este circo de funambulismo donde obviamente era necesario recular a cada instante, el próximo 28 de abril tendremos
elecciones generales.
Y desde luego será un momento importante, quizás singular por la composición de fuerzas y la falta de posicionamiento de algunas de ellas que tendrán que decidir bajo que eje querrán jugar sus próximas cartas.
Nos queda una intensa campaña electoral donde seguro los medios de comunicación no nos defraudarán con su
manipulación y tergiversación de la realidad (por fortuna, no todos, cada uno es libre de elegir la fuente que desee).
Pero, no se trata de una lucha, esa clase de lucha, al menos no debemos permitir que nuestro
futuro esté exiliado en la supremacía de las fuerzas sino en el sentido común y en las bases de un diálogo cada vez más necesario y por desgracia, denostado.
Hay quién cree que se trata de aplastar al adversario. El futuro no se construye con las ruinas de tu oponente. Y es posible amparar
un discurso que sea capaz de aglutinar nuestra identidad nacional y la justicia social. No es cuestión de extremos.
Pero será necesario llamar a las cosas por su nombre sin descalificaciones, encontrarse con el otro y cederle parte de tus pretensiones, negociar en suma dejando el sillón a un lado y pensar en todos.
No se trata de alimentar monstruos ni avivar los que ya enterramos.
Se trata de hacer un ejercicio racional y retrospectivo de nuestros logros, como pueblo, y decidir siempre con las manos limpias sin dejarnos llevar por esos impulsos que, a menudo, suelen alejarnos de lo que somos y necesitamos, bien por rebeldía o por castigar a los que mearon sobre nuestra confianza.
No dejes que tu voto lo empañe nadie. Sé
sensato y piensa que un futuro mejor no solo es una cuestión de empatía sino de
reflexión crítica.
No seamos egoístas. La lucha continúa.
Y no podemos perderla, no ya por mí o por nosotros, sino por nuestros hijos y esas generaciones que muchas veces no saben ni de lo que hablamos.