16/07/2019
Estoy cansado de oír noticias que no me sacan de mi asombro. Me refiero a
sentencias judiciales que amparadas en la ley escrita
meten en la cárcel a un chaval tras salvar la vida de una señora cuya cabeza era pateada por un ladrón de molesta reputación, al que dos buenas hostias nos libró, sin querer, de su escabrosa vida.
No se alarmen ustedes. No soy un reaccionario.
Defiendo la vida como un mandato universal, casi divino, pero
raya en la obsolescencia esta forma precaria de administrar justicia.
Habremos de cambiar las leyes y encajarlas en un contexto lógico, si es que la lógica sirve para regir el comportamiento humano, tan impredecible como una ramera a punto de bajarse las enaguas.
No se preocupen. No estoy en contra de las prostitutas y entiendo que ya de por sí su trabajo es suficientemente engorroso para que venga alguien alegremente a juzgarlas.
Entiéndame. Habrá que poner un poco de orden en el código civil, en el penal o en cuántos atenten contra la idea firme de aspirar a una justicia saneada en pro de lo cabal y el buen uso de la razón como base de una sentencia.
Estoy cansado y la sangre me hierve cuando unos tipos tergiversan las palabras y no llaman a las cosas por su nombre. Y ya no es que no lo digan sino lo que supone y cómo se rebaja una pena como si fuera un descuento de todo a cien.
Tenemos que sobreponernos a la estupidez que encierran los dictados o las interpretaciones de esas cábalas a las que llaman justicia.
Hemos entrado de lleno en el lirismo de lo inconcreto, en contemplar situaciones realmente dramáticas como si formaran parte de nuestro ideario común, algo así como una mancha solar que se extiende y te impide ver la luz.
Cualquiera de nosotros está cansado, hastiado y casi narcotizado por algo que oyes o ves y te parece falaz, monstruoso y parece que ese delirio termina en base a unas líneas que no dan la nota justa a ese dolo, a ese crimen perpetrado, a esa violación, a ese padre que se encarama a una ventana y se lleva a su hijo al otro lado del mundo, sin permiso, sin aviso, a esos niños robados en secreto, al desorden humano, capaz de pillar cualquier variante por inoportuna que pudiera parecernos.
Supongo que, como a mí, a ustedes le chocaran este bochorno, este espectáculo dantesco que nos convierte en auténticos soplagaitas porque
en el consentimiento se halla la vergüenza de quien no puede replicar, del que calla para siempre, del que mira hacia otro lado porque hasta el momento ese golpe no fue suyo, ni lo dió, y a vivir, que la vida son dos días.
Debemos, creo, revisar nuestra justicia de cabo a rabo, procurar eliminar ese circuito que nos conecta a la barbarie y a lo racionalmente improcesable.
Debemos dar fuerza a la ley pero para ello debemos dejar el frikismo y el boato de la toga, la de esos que parecen haber salido de una parodia, y centrarnos en formular situaciones concretas que nos lleven a no perder el norte ante la apabullante forma de atropellos que por ley se legitiman y que parecen que desbordan el absurdo, esa ciencia tan diversa.
Y así quizás podamos conseguir un poco de consuelo, algo que sin ser perfecto busca esa brújula en la noche, el decoro de sentirnos protegidos por leyes que amparen el equilibrio, la balanza justa, una vocación manifiesta por darle a cada uno lo suyo sin que ello interpele en el buen hacer de lo cotidiano.
Quizás así, digo, podamos tener un poco de fe en algo que debe ser nuestro, que mantiene el flujo de nuestras relaciones, que reivindica al hombre en sus claroscuros...
Y dejemos ya de tintarnos como modernos o progres salidos de un cuento. La realidad exige que cada barco surque su travesía y que cada pájaro retorne al nido, o no.