03/10/2019
“Somos lo que somos, no engañamos a nadie”.
Así de rotundo me decía mi buen amigo
Emilio Santander cuya reciente pérdida de su hermano,
Manolo, no le ha hecho perder esa mirada profunda aunque herida que contempla el mundo y esa ausencia con la resignación de quien ve cómo te despedazan llevándose de ti una parte ti que no encaja en ningún puzle sino en ese corazón que sobrevive y mira la ventana buscando ese hueco que se fue y pervive en la memoria, con los dientes apretados, con esa rebeldía del mar, quizás su Cantábrico o ese Atlántico, cuna de una Caleta vieja y soñada donde posiblemente tantas letrillas y recuerdos avivarán sus noches a solas.
Porque cuando uno pierde a un hermano, que además de hermano, sangre de tu sangre, ha sido padre y madre fundidos en ambos, uno no puede dejar de mirar atrás y oír las voces que te calmaron, los aplausos que encerraron en sus corazones, esa paz mundana y sencilla que los hace grandes por esa misma sencillez y su arraigo a la tierra.
Una tierra que les vio nacer allá en los sesenta y algo, en un barrio que cambió su fisonomía, el encalado de sus paredes o el aspecto de alguna casapuerta, con puertas más recias y modernas pero cuya tierra siente aún el paso de los que pasaron, alegres y felices entre aquellas calles y el sonar de un timbre siempre agitado que a la hora en punto desempolvaba la calle del jolgorio de los niños que en estrecha oración se unían.
Somos lo que somos porque nunca renunciamos a ser lo que en la sangre llevamos, porque no formamos parte de esa milicia al otro lado del muro, porque somos parte de ese centro donde Dios o quién sabe quién puso su dedo para brindarnos un sentido de pertenencia que fuimos mimando y construyendo con el paso de los años.
Los de aquí, los de esta tierra infinita que llevamos en el pecho tatuada en honor a tantos, no somos gente rica ni afamada ni tenemos por cojín plumas de ganso, aquí, en este centro, en esa playa imponente, diosa de nuestros sueños y arrebatos, empezamos a vivir al alba, con el pan caliente de los hornos antiguos, con el afilador y su silbido ancestral, con alguna arruga en el pantalón y con el mono puesto por si acaso.
Somos lo que somos, me decía. Y no engañamos a nadie, sentenciaba, mientras la mesa del dibujante, una de esas mesas delineadas para construir el arte emanaba un despojo blanco a pérdida manifiesta al tiempo que el corazón transitaba el camino, la senda para volver a ella con plenitud. "Cuando llegue el momento, cuando llegue el momento..."
Emilio lo tiene claro y entiendo esa repulsa a todo aquello que pinte fúnebre, triste o melancólico.
La tragedia se lleva dentro, la vida se encona en un segundo pero mientras ese hálito perviva la única ausencia será su luz pero no el hombre, el padre, el amigo, ese chirigotero de rictus serio que fue capaz de apadrinar al mundo con sus quejidos y rebeldía, con esa impronta del querer que la tierra atesora, con esa pertenencia a la ciudad y sus gentes, a un modelo de vida ensalzado en la gracia y el desparpajo, en la pimienta que agudiza los sentidos.
Ni una sola lágrima, amigo.
Porque allá donde esté mi hermano sonarán los pitos de caña, se alzarán los telones, el chascarrillo tendrá su inocencia de barrio, la aventura del que fue en manos de la vida, la canción que es en manos de tantos, el himno, su alegría y esa rebeldía siempre mordaz para sentirnos más libres en un mundo que necesita a tantos.