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LA NOTA

#cuentosdeNavidad

03/01/2020
 
Aquella mañana el latido del mar le despertó como si fuera un gallo marítimo. Los primeros rayos de sol entibiaban sus pómulos rudos y fríos.
Acurrucado junto a una de las columnas del balneario que le dio cobijo la pasada noche, se quitó la arena del rostro y contempló aquel mar azul, radiante. La playa estaba tranquila. Apenas unas gaviotas volaban al fondo y la marea estaba tan uniforme que parecía que nada pudiera perturbar aquella estampa tan bella, aquel faro tan solitario en el horizonte.

Y se levantó, pasó junto al embarcadero y anduvo un rato entre las calles hasta encontrarse con un taller de mecánica que le pareció familiar. Creyó recordar que él estuvo allí, tiempo atrás, cuando dejó el campo y se vino a la ciudad con su mujer, ya casados y esperando su primer hijo, buscando una mejor vida, un lugar donde hacer realidad sus sueños.
Recordó aquellos años de juventud bajo los coches, haciendo reparaciones a destajo, trabajando para llevar a casa un sustento digno. No se le daba mal, sabía diferenciar las averías del motor y era apañado con la pintura pero, sobre todo, con la gente, con aquellos clientes que solían dejarle una cerveza pagada, o un desayuno a media mañana en el bar de enfrente.

Y allí entró, a reconfortar con algo caliente su cuerpo, el gaznate. De vez en cuando miraba el reloj como si tuviese una cita pendiente. Soltó un euro sobre la barra y se dispuso a doblar la esquina, cabizbajo, viendo la sombra gigantesca de la universidad de medicina que cubría la hilera de árboles.

Al frente, en la calle Benjumeda, se oían las planchas de metal de una antigua imprenta que aún mantenía el tipo reconvertida en parte en una eficiente copistería. Mientras caminaba, y sin quererlo, casi instintivo, sus dedos se estiraban en sus bolsillos y dieron con una nota de papel que sacó a la luz.
Reconoció aquella letra, el garabato de su mano y supo entonces que debía acudir a aquel sitio.

Era Nochebuena y a las 6.30 empezaba la cena. Había anotado la dirección con cuidado, casi artesanalmente, e intuía que aquella calle estaba cerca y que la distinguiría fácilmente porque en su cruce había varias señales de tráfico y un escaparate muy conocido, uno de esos estancos con artículos de fumador donde él iba a sellar la quiniela, antes, cuando todavía su hijo no se las echaba por Internet.
Él pertenecía a otra época, a otro tiempo y le vino a la cabeza aquella quiniela de doce que cobró y aquel error en un par de signos que le privó de convertirse en el único acertante millonario de catorce. ¡ Un uno por una equis, qué cosas tiene la vida ¡ .

Miró de nuevo el reloj, ahora con más insistencia, como si estuviera a punto de perder un tren. Se había desorientado un poco y aquella calle larga le pareció una ciudad desconocida. Observaba a la gente como extraños en el lugar, cada uno en sus quehaceres pero sin ese sentido de pertenencia que te da lo conocido, lo transitado.
Se paró en seco y subió el escalón de una pequeña zapatería. Allí, un hombre remendaba unos zapatos con la parsimonia de quién ya sabe que el tiempo se agota y le miró a los ojos para adivinar su inquietud.
Al mostrarle la nota pareció que los astros se alineaban en el cielo y nada más salir y girar el cuello encontró aquellas señales de tráfico que eran como balizas en el mar, la ubicación exacta en el callejero de su memoria.

Había gente en la calle y el estanco estaba abarrotado.
Justo al lado, en un portal sombrío, una chica de rizados cabellos agitaba sus manos y animaba a la gente allí congregada a entrar despacio, poco a poco, al tiempo que un olor a caldo recién hecho y humeante salía por la ventana contigua.

¡ Entren, entren, por favor ¡ . La cena está a punto de empezar.- decía.

En el interior, otros adolescentes, simpáticos y con los brazos extendidos iban dándoles la bienvenida al tiempo que los sentaban alrededor de una larga mesa blanca decorada con llamativos centros florales, servilletas de tela y una vajilla de color beige.

Como cada año, la cena la preparaba un restaurante de prestigio de la ciudad y en el comedor cabrían unas ochenta personas, al menos.

A él le sentaron cerca del árbol de Navidad y absorto se quedó entre el titilar de luces y la espesura de sus ramas, entre bolas doradas y pequeños renos, y recordó a su mujer, tan guapa y sonriente, el amor de su vida, sus nietos, aquellos hijos que ya peinaban canas.
A su lado habían acomodado a una señora ya octogenaria y no había salido aún de aquel manantial de recuerdos, cuando un silencio repentino se hizo en el salón. Dos agentes de la policía nacional habían entrado antes de servirse el primer plato. Alguno casi se atragantó con un trozo de queso y los brindis quedaron postergados, casi silenciados bajo la mantelería .

Sintió como le sujetaban el brazo, con dulzura, y sin mediar palabra, le llevaron hasta la salida.
Abuelo, está noche cena usted en casa.- le dijo uno de los policías mientras arrancaba el ZETA y el sonido de los villancicos retomaba la sala.

Volvió a mirar su reloj, sin prisa, como si ya todos los trenes hubieran pasado.
Y no entendiendo el lugar ni el motivo de su próxima cita, rastreó en los bolsillos de su cazadora sin encontrar más que granos de arena y un bolígrafo casi sin tinta.

La calle olía a caldo recién hecho y antes de que el coche girara por la esquina vio aquella mano blanquecina de humo salir de la ventana e irse sabe Dios adónde.



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