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EL GUARDIÁN DE LA TERCERA EDAD

#coronavirus #estadodealarma #emergencia #personas

14/03/2020
 
Cuesta levantarse de la cama y no abrazar a tu mujer, a tu madre....Es como si el dolor atravesara una cuerda fina que traspasara y vivieras una realidad tan esquiva que ni en tus peores pesadillas ocurriera.

Sin embargo estamos ante el repunte de una enfermedad que continuará cobrándose vidas.

La contención no es solo necesaria sino ineludible y se han de extremar las medidas para evitar su propagación por cualquier rincón del mundo aunque no todos nos encontremos con los recursos necesarios para afrontar el peligro con las mismas posibilidades de éxito.

Sí, cuesta separar a una nieta del abrazo de su abuela y ver a ésta maldecir al virus porque le arrebata, aunque sea solo por un instante, lo que más ama, pero no hemos de olvidar a qué nos enfrentamos y, sobre todo, por qué.

En esto que me viene a la cabeza las grandes desigualdades, la injusticia social y este mundo de locos que hemos construido en favor de las monedas. Casi un 40% de la población mundial ni siquiera tiene las instalaciones necesarias para lavarse las manos con agua y jabón, es decir, dos de cada cinco personas no podrán siquiera implantar en sus hogares esta medida clave para evitar el contagio del coronavirus.

Y aunque nos pese tampoco hemos pensado en los mil muertos directos que la gripe causa cada año sino que hemos convivido con ello como una realidad cuya prevención existe y si no nos toca, sálvese quién pueda.

El coronavirus, al margen del estado de alarma que ya llega, las víctimas, su temible propagación es un invento del hombre contra el hombre, una fórmula de laboratorio diseñada para matar y sesgar vidas mientras algunos se frotan las manos con ese coste de oportunidad.

A nadie se le ocurrirá que esta pandemia la envió Dios jugando su última partida de dados. Es cosa de hombres, de ese mal que se extiende y nos vulnera a ojos de todos.

Ahora debemos centrarnos en proteger a los más mayores, a aquellos segmentos de la población más débiles al virus, personas ya con una larga historia en sus espaldas y achaques que ven ahora como un maldito bicho puede arrebatarles sus benditos días de luz, sus aceras, sus paseos al aire libre, ese tiempo de paz lejos ya la carrera en su memoria.

Cuesta, claro que cuesta y más aún para un pueblo nacido del sol y sus mareas, ese carácter latino que nos prodiga una forma de ser abierta al mundo y a sus gentes, un modo de entender la vida desde la cercanía, el abrazo y no la obligada distancia.

Sin embargo, el agitado y precipitado curso de las noticias han hecho perder la razón a muchos ciudadanos. Escenas con brutales aprovisionamientos, fugas intempestivas hacia destinos más lúdicos, menos castigados por la pandemia ponen de manifiesto el consabido efecto de una psicosis que no alimenta la esperanza sino que la destruye a modo de cacahuete bajo el pie, como si la obligación fuera de otros y las responsabilidades se dividieran entre afectados y no afectados, entre vecinos e huidos.

Debe ser la calma pues el reducto de nuestra firmeza y ser conscientes de que nuestra responsabilidad individual jugará un papel determinante en la resolución de esta crisis sin precedentes en el planeta.

Abramos los ojos al mundo no sólo para combatir ahora nuestra principal urgencia sino para establecer los protocolos y las normas necesarias que nos permita unirnos con la mayor justicia y fraternidad posibles.

Muchos ya murieron, son muchas las diferencias y quizás más las miradas hacia ninguna parte como si nada ocurriera.

Si algo bueno tiene el coronavirus es que nos afecta a todos y que el color de la vida es único más allá de nuestras diferencias.

Cuesta sí, ser guardián de lo que más amas, protegerte a ti mismo al desamparo de un beso pero no podemos colapsar el sistema ni jugar una carta irresponsable que conlleva una probable condena.

Debemos estar juntos, unidos en ese par de metros de distancia que desespera.

Pero también mirar al mundo desde nuestro propio colapso, desde nuestra minúscula forma y entender que solo hay un camino para la gracia verdadera: renunciar a lo infructuoso por un espíritu libre y sin cadenas y que el tiempo nos lleve de la mano a la misma frontera.
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