25/02/2019
El pasado 20 de febrero acudí a la cita de
Rafael Alberti.
Sí, era una cita con él y con amigos que tuvieron la bendita suerte de conocerle y compartir con él momentos inolvidables.
A pesar de las ausencias,
Jesús Fernández Palacios dejó a buen recaudo su homenaje particular al poeta portuense con un archivo de imágenes que evocaban tiempos pasados, imágenes de un ayer con un Alberti avanzado en edad, pero siempre con una sonrisa en ese rostro de facciones duras y pelo blanco que retratan mucho más que una extensa obra literaria sino una figura emblemática y progresista frente a un mundo condicionado por el miedo y la injusticia.
Referente de la lucha contra el fascismo y claro opositor del régimen franquista, se exilió a Francia tras la derrota de los republicanos.
Alberti fue combativo, generoso, ese tipo de hombre que entendía que la palabra podía transformar el mundo, agitar conciencias.
Sencillo como era, resultaba instructivo, aleccionador oír con tono suave, casi temporal a
Felipe Benítez Reyes, alguien que desde lo profundo del tiempo y desde esa mirada templada al recuerdo, rescataba, sin guion previo, su confesada sensación de anacronía e irrealidad al conocer a aquel tipo tan singular sacado de los libros y del que “no se podía hablar”.
Felipe aparecía en aquellas fotos con
García Montero,
Caballero Bonald o tantos otros, pero, aunque aquellas imágenes daban a mis ojos fechas y lugares concretos, una juventud ya disipada, era la cadencia de Felipe Benítez lo que conectaba especialmente entre el poeta ya desaparecido, su figura, manías o emociones con el auditorio.
Al menos así lo sentí yo que casi me atrevería a decir que oí alguna carcajada de
Alberti en mi corazón.
Porque como contaba Felipe en ese ejercicio de respeto y admiración por el amigo y el poeta que en vida conoció, Alberti casi siempre estaba de buen humor, gustaba hacer bromas y entre jóvenes poetas, él se sentía joven.
Aparte de su característica forma de contemplar el color, la luz y sus cuadros, Alberti era un hombre cercano, de profundas convicciones y atado a la esencia de su tierra, el sur.
Un sur, el sur que no era cualquier sur sino el de la bahía gaditana, el mar, la mar, una canción que
Fernando Polavieja interpretó salpicándonos en la cara, sus olas y misterio, su nostalgia cuando el poeta empezaba a nadar alejado de su tierra natal.
El mar, principio de todo, génesis de grandes epopeyas, tiempo entre tiempos, ese latido constante que marcó una forma de entender el mundo, el compromiso, su obra.
Y ya fuera desde cualquier lugar, con su clavel y espada desde Radio París, con Neruda o desde Roma, avistando los peligros de su propia nostalgia.
Desde esa
marítima existencia y con un mantel puesto siempre en la mesa.